Carlos Suárez Álvarez es Magister en Estudios Amazónicos por la Universidad Nacional de Colombia, cum laude, y Licenciado en Periodismo por la Universidad Complutense de Madrid.
Escribí mi etnografía La Edad del Desarrollo, Señoritas y muchachos en la selva que se acaba, con un objetivo concreto: acercar la etnografía a un público general. La antropología se ha convertido en una disciplina académica muy especializada, que se vale de una retórica difícilmente comprensible para quien no sea experto, no solo por la terminología empleada, sino también por una forma de estructurar la información que facilita su consulta por los pares, pero la hace inaccesible para el resto de los mortales. Y es una pena, porque las sociedades amazónicas constituyen una referencia, más necesaria que nunca, sobre cómo habitar este planeta.
Planteé La Edad del Desarrollo como una etnografía narrativa, vertebrada por las peripecias de una serie “muchachos y señoritas” de la actualidad, y por los recuerdos de juventud de abuelos y abuelas, un contraste que mostraba los dramáticos cambios que la sociedad shipiba, que habita las riberas del río Ucayali, ha experimentado en los últimos setenta años. A diferencia de las etnografías contemporáneas, que abordan cuestiones cada vez más específicas, mi acercamiento fue general: quería que el lector pudiera tener una idea global de lo que significa (y significaba) ser shipiba y ser shipibo.
El fragmento que reproduzco a continuación relata una investigación detectivesca realizada por el onanya ‘sabedor’ Pedro Pérez, en el pequeño pueblo de Vencedor, en el río Pisqui. En cierto momento desaparecieron de mi casa un par de objetos, lo que desencadenó toda una serie de extraordinarios sucesos en el pueblo, entre los que no fue menor la forma en la que el sabedor se hizo cargo de determinar la autoría del delito: mediante el trance chamánico.
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Cuando se acerca la noche, hundiéndome en el barro, me dirijo a casa de Pedro a cenar. Me dan plátano y cuatro pescaditos, el mismo menú que en desayuno y almuerzo. Como en silencio. Pedro está en la hamaca, callado. Sus nietas se tumban en el suelo y me miran. La débil luz de un lamparín ilumina la escena. La noche es fresca. Cuando termino, Pedro se levanta de su hamaca con aire ausente y busca en la penumbra algunos objetos que mete en su morral. Luego se dirige a mí: “Vamos, don Carlitos”. Don Carlitos, una mezcla divertida de cariño y respeto. También se despide así la poderosa Arsinia, que me parece afable de repente. Caminamos en silencio, hundiéndonos en el barro, alumbrados por la linterna de luz blanca de Pedro. No decimos una palabra. Hoy no hay televisión.
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Una vez en mi casa, Pedro me pregunta por el lugar en el que estaban los objetos que desaparecieron. “En la mesita”. Tiende su mosquitero al lado. “Aquí voy a hacer mi trabajo”, dice mientras saca de su morral cuatro grandes y verdes hojas de toé. “Canachiari”, dice en shipibo. Explica que el canachiari es “un tronco que sabe mucho y enseña muchas cosas. Si tú estás aquí y quieres ver a tu mujer, que está lejos, tomas el toé y te lleva a ver a tu mujer. Ves si está cultivando, si está cocinando, si está con otro hombre”. Asegura que también sirve para “ver a los rateros”. “Se ponen dos hojas en la frente y dos atrás”, y hace el gesto de vendarse la cabeza. “Se lo pone uno a las siete de la noche y a medianoche le agarra a uno la mareación. Es una mareación muy fuerte, más que la ayahuasca. El toé no miente, dice la verdad”. Explica que otra forma de tomar el canachiari es mediante una infusión, y entonces la mareación puede durar tres días.
Le pregunto varias veces si necesita algo. No. Se sienta en el banquito, inclina la cabeza sobre la mesa y comienza una oración en shipibo de la que sólo entiendo “don Carlitos”. Luego, sin decir una palabra, se mete en el mosquitero. Yo apago la vela y hago lo mismo en la otra habitación. Al poco escucho lo que parecen ser sus ronquidos. Yo también me quedo dormido. Me levanto a mear de madrugada y ya me cuesta volver a conciliar el sueño. Al rato oigo que Pedro sale, mea, entra, recoge sus cosas y se va. Ha terminado su trabajo. Permanezco un buen rato despierto. Creo escuchar ruidos alrededor de mi casa, y conversaciones en voz baja en la casa de enfrente.
Canachiari, toé, borrachero, burundanga, floripondio, trompetas del ángel o campanitas, son algunos de los nombres que ha sugerido en América lo que la ciencia occidental etiquetó como Brugmansia. Aunque se puede encontrar adornando con su elegante flor los jardines de las ciudades de la América tropical, tras su delicada belleza, esta planta esconde propiedades extraordinarias e inquietantes, tanto que recomiendan sembrarla en un espacio donde haya poco trasiego de gente, especialmente para evitar que los niños entren en contacto con ella.
Viajeros y exploradores europeos reportaron su uso entre los indígenas en el siglo XVI, y relataban “terribles convulsiones” o un “profundo sueño”. El siglo XXI ha visto florecer nuevos usos; cada cierto tiempo aparece en prensa la noticia de robos, secuestros y violaciones, previa administración subrepticia de esta potente droga. La industria farmacéutica también se ha aprovechado de este conocimiento tradicional y comercializa varios medicamentos a base de escopolamina, con indicaciones variadas: para combatir el mareo y los vómitos típicos de los viajes, como antiparkinsoniano y antiespasmódico, cuando por diversas causas médicas se hace necesario reducir la producción de las glándulas secretoras. Y una curiosa utilidad: como antídoto para la sobredosis de hongos alucinógenos como la Amanita muscaria.
En cuanto a su poder visionario, algo la distingue radicalmente de la ayahuasca. Mientras que en la mareación de ayahuasca el que toma siempre es consciente de que las visiones que experimenta son producto de la droga, quienes toman canachiari no diferencian la realidad ordinaria de la visión. Aunque yo no he experimentado personalmente con esta planta, quienes lo han hecho hablan de hombrecitos que salen de los árboles, de personas que aparecen y desaparecen, de la tierra cambiando de color, todo con una sensación de realidad ordinaria. También recalcan un desasosiego físico: sequedad de garganta, dolor de cabeza, náusea. Debido a su inefable poder, el uso del canachiari está reservado para algunos chamanes, como Pedro. Aunque son muy pocos los vecinos de Vencedor que han experimentado el misterioso mundo del canachiari, todos confían plenamente en que gracias al poder de la planta se encontrarán los objetos robados y se descubrirá al ladrón.
A primera hora de la mañana del sábado, el teniente gobernador y el sustituto del agente municipal se presentan en mi casa. “Hemos hablado con don Pedro”, declaran serios. “Vamos a hacer reunión. Ha sido un muchacho. Va a salir. No te preocupes. Va a salir”. Una hora después suena el cuerno que anuncia reunión en el local comunal. El primer punto del día (y el único aparte de organizar el trabajo comunal sabatino) consiste en aclarar el robo. El ambiente está tenso. Al poco de empezar, Enrique, agente municipal en funciones, habla directamente de un hijo de la señora Noemí. Explica que Pedro tomó canachiari y el canachiari así se lo ha dicho. Abraham y Noemí, con su hijo Walter, están sentados al fondo del local en un banco aislado del resto de comuneros; el banquillo de los acusados. Abraham mueve las rodillas adentro afuera nerviosamente. Walter le imita. Abraham toma la palabra para defenderse. Tartamudea. Viste casi harapos, naranja y verde. Boca desdentada. Reinón, el padre de las hermanitas mamás, toma la palabra muy elocuentemente; dice que habría que aconsejar a los pequeños al menos “una vez al año”. Recuerda que sus hijas, después de quedarse embarazadas, fueron abandonadas por los papás.
Nota editorial: Si disfrutaste de este texto de Carlos Suárez, te invitamos a ver la grabación de la conversación que él y las doctoras Alhena Caicedo y Bia Labate sostuvieron para analizar el tema del impacto que tiene la globalización para la ayahuasca. Puedes verlo aquí.
Portada de Fernanda Cervantes