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¿Drogas o enteógenos?

Siguiendo los lineamientos de una política prohibicionista impuesta por los Estados Unidos, política que ha ido cediendo gradualmente ante las evidencias de la nocuidad de algunas plantas, como la marihuana, el Estado mexicano ha desatado en nuestro país una violencia nunca vista al haber iniciado un combate policiaco-militar contra la producción, distribución y consumo de drogas consideradas ilegales.

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Siguiendo los lineamientos de una política prohibicionista impuesta por los Estados Unidos, política que ha ido cediendo gradualmente ante las evidencias de la inocuidad de algunas plantas, como la marihuana, el Estado mexicano ha desatado en nuestro país una violencia nunca vista al haber iniciado un combate policiaco-militar contra la producción, distribución y consumo de drogas consideradas ilegales.

Simultáneamente, en numerosas comunidades indígenas y campesinas de México se emplean ritualmente una variedad de plantas psicoactivas que se han sabido adaptar provechosamente a la vida de estos pueblos a lo largo de los siglos. Este contraste, por sí sólo, sugiere iniciar una reflexión sobre los conceptos de droga y enteógeno y las connotaciones culturales que conllevan, pues despliegan ante nosotros una amplia y compleja problemática que comprende diversos campos del conocimiento que van de la antropología a las neurociencias y de la psicología a la historia de las religiones.

Las consecuencias de la política prohibicionista están a la vista: violencia generalizada, inseguridad social, aumento en el consumo de drogas, desinformación total en la sociedad sobre la aturaleza del problema y proliferación de discursos morales y políticos que no se orientan a su solución, sino que confunden y complican su esclarecimiento. Pensando en las culturas indígenas y campesinas que en México han consumido sustancias psicoactivas desde hace miles de años, el primero tiene que ver con los límites referenciales de los conceptos de droga y de enteógeno.

Nos hemos acostumbrado a nombrar con la palabra droga las más diversas sustancias sin distinguir sus cualidades químicas, sin reparar en su origen natural o sintético, ni en sus efectos psicofisiológicos, ni en su contexto cultural y los usos que de él se derivan. El origen de la palabra droga es oscuro. El Diccionario Etimológico de Corominas menciona como probable su ingreso al castellano a través de Francia y sostiene que su origen es incierto, concluyendo que tal vez proceda de una palabra céltica que significa “malo”. El Diccionario de la Real Academia Española, después de ignorar el asunto durante veinte ediciones, en sus últimas entregas amplía la variedad de opiniones diciendo que la palabra viene del árabe hispánico hatrúka, que significa “charlatanería”. Pero lo que llama la atención en este diccionario, es que después de referirse a la droga como una sustancia de efecto estimulante, deprimente, narcótico o alucinógeno, enseguida define el verbo drogar como “la administración de una droga por lo común con fines ilícitos”. Es decir, la Real Academia introduce, en la definición misma, un juicio de valor. Nos ofrece un punto de vista que expresa el sentir moral que la sociedad moderna tiene respecto a ciertas sustancias que han sido asociadas con la vida delictiva. Es claro que esta definición, al contener un juicio ético-jurídico, estigmatiza el uso de estas sustancias estableciendo su vinculación inmediata con el mundo del hampa. Y no sólo eso, coloca también en la misma dimensión a un adicto a la cocaína o la heroína en las calles de la ciudad de México o Nueva York, con un peregrino huichol que consume peyote en el desierto de San Luis Potosí, o con un chamán mazateco que utiliza los hongos en una ceremonia curativa. Para despejar un poco esta confusión que ha propiciado graves errores de apreciación, debemos comenzar por distinguir diversos aspectos del problema. El no haberlo hecho ha estimulado la proliferación de prejuicios morales y una absurda persecución policíaca a tradiciones mítico- religiosas de carácter milenario.

Antonio Escohotado nos recuerda que, por droga, psicoactiva o no, seguimos entendiendo lo que pensaban los padres de la medicina científica, Hipócrates y Galeno, hace miles de años, es decir, droga es una sustancia que en vez de “ser vencida” por el cuerpo y ser asimilada como si fuese un alimento, es capaz de “vencerle” temporalmente provocando en él cambios orgánicos, anímicos o de ambos tipos. En este sentido, estrictamente bioquímico, es evidente que la mezcalina que contiene el peyote y la psilocibina que ontienen los hongos psicoactivos, comparten las características de otras sustancias que provienen de la industria farmacéutica. Pero no podemos reducir a este único aspecto la comprensión del fenómeno. Debemos reparar también en los diversos contextos culturales en los que se produce el consumo de estas sustancias.

Desde esta perspectiva, es claro que todas las culturas han hecho su propia distinción entre plantas alimenticias y plantas sagradas que modifican el estado de conciencia y permiten la percepción de una realidad no ordinaria, es decir, con el empleo de éstas plantas se han experimentado el éxtasis religioso y su empleo se ha ritualizado para expresar justamente su sacralidad.

La connotación social y ética que estas plantas tienen al interior de las sociedades que las consumen de esta manera, ni remotamente es semejante a la que tienen las “drogas” en la sociedad occidental. Por ello, en una sociedad multiétnica como la mexicana, se debe contemplar el problema en toda su complejidad y no soslayar por más tiempo una exigencia de respeto y consideración hacia estas expresiones culturales de las religiones indígenas.

La desinformación es tanta que aun en sectores académicos e intelectuales que ya debían estar enterados, se sigue hablando de “alucinógenos” cuarenta años después de la propuesta de connotados etnomicólogos para utilizar el neologismo “enteógeno”, que nos aproxima a una mejor comprensión de la experiencia vivida y de la espiritualidad de los pueblos originarios. No se trata de hacer circular un sinónimo más en el vocabulario, el neologismo viene de las raíces griegas en theos genos, que significa, “generar lo sagrado” o “engendrar dentro de sí lo sagrado”, sentido que apunta en una dirección muy distinta del término alucinógeno, que viene del latín allucinari, que significa ofuscar, seducir o engañar, haciendo que se tome una cosa por otra. Insistir en la utilización del término alucinógeno para designar a las plantas que la tradición de otras culturas ha sacralizado, significa apuntalar la persistencia de un término etnocentrista que juzga como representaciones falsas de la realidad las cosmovisiones y prácticas rituales dentro de las cuales se consumen. Entender las religiones de otros pueblos como una simple alucinación que propicia una idea falsa de la realidad, le puede sonar muy lógico a cualquier racionalista obtuso, pero es claro que ese tosco racionalismo le impedirá comprender el tema en toda su profundidad.

Es imperiosa, pues, la necesidad de distinguir entre los conceptos de droga y enteógeno. Al menos tres aspectos me parecen fundamentales para establecer las diferencias culturales en los usos de las llamadas sustancias psicoactivas:

a) En primer lugar la procedencia del producto que va a consumirse, que puede ser natural o artificial, que puede tener su origen en la aridez del desierto, la humedad del bosque, o en la industria química. El consumo de plantas que han sido consideradas sagradas por las más diversas culturas en todo el mundo y en todos los tiempos ha hecho posible que esta flora psicoactiva sea portadora de una tradición mítico-religiosa y de un vínculo, mediante la ebriedad extática, con diversas deidades y seres sobrenaturales, cosa que no sucede con los productos que provienen de la industria química, de un mundo desacralizado e inmerso en la lógica del mercado. En algunos casos, como entre los mazatecos, los coras y los huicholes, las plantas divinizadas son la encarnación misma de antiguas deidades que personifican la naturaleza. Cuando Albert Hoffman sintetizó en los laboratorios Sandoz la Dietilamida del Ácido Lisérgico, el famoso LSD, lo hizo con el avanzado instrumental técnico y teórico que le proporciona la moderna cultura Occidental. A partir del momento en que Hoffman sintetizó el LSD produjo una droga. Pero si la misma sustancia que consumían ritualmente los antiguos griegos en el culto a la diosa Demeter, obtenida del hongo que crece en el centeno y el trigo, fuera considerada como una droga, con la connotación moral que esta palabra tiene actualmente, juzgaríamos erróneamente a los asistentes a las ceremonias de iniciación de los misterios de Eleusis como a un conjunto de drogadictos, o peor aún, como una asociación delictiva, lo cual es un disparate por cualquier lado que se lo vea. Hoffman obtuvo, mediante el proceso químico de la síntesis, la formación artificial de una sustancia mediante la combinación de sus elementos. El mismo proceso ha seguido innumerables medicamentos que se emplean en la medicina moderna. Pero cuando esa misma sustancia permanece en la naturaleza, en el interior de un hongo, de un cactus como el peyote o de una enredadera como el ololiuhqui o el yagé, entonces su uso cultural es radicalmente distinto y sólo es posible comprenderlo plenamente en el contexto de una cosmovisión singular y una práctica médica tradicional. En este caso debemos referirnos no a una droga sino a un enteógeno.

b) La segunda diferencia tiene que ver con la finalidad con la cual se realiza el consumo. Si se trata de un ritual mágico-religioso con fines terapéuticos o adivinatorios, evidentemente el propósito es muy distinto al de un consumo de sustancias cuyas motivaciones son más bien placenteras, lúdicas o destinadas a satisfacer una adicción. Esto se vincula estrechamente con

c) el tercer aspecto, que se refiere a los efectos individuales y colctivos que se derivan del consumo de drogas provenientes de la industria, por un lado, y de plantas enteogénicas por el otro. En un extremo, en las ciudades modernas, encontramos el consumo hedonista y festivo que puede conducir, mediante el exceso compulsivo, a la adicción, la marginación, y en el peor de los casos a su vinculación con la delincuencia y la persecución policíaca. En el otro polo, en los pueblos indígenas, encontramos una experiencia místico-terapéutica personal y colectiva, así como la adaptación del consumo de enteógenos a la vida comunal, tal es el caso, entre otros, de la ingestión ritual del peyote en los coras, tarahumaras y huicholes.

Circunstancias sociales, jurídico-políticas y policíacas han enturbiado el significado de la palabra droga, lo han desvirtuado alejándolo de su sentido original que lo identificaba con el concepto griego phármakon, que designa aquellas sustancias que en vez de “ser vencidas” por el cuerpo para transformarse en alimentos, son capaces de vencerle provocando en él cambios orgánicos y anímicos. Esta noción primigenia, farmacéutica, de la palabra droga, se ha desvanecido gradualmente y en su lugar ha surgido su asociación con las adicciones y el narcotráfico. La palabra droga se hunde cada vez más, en el ámbito de la conciencia popular, en un desprestigio que parece ya inevitable. De ahí la necesidad de optar por otra denominación para aquellas plantas cuyos vínculos culturales con otras sociedades les otorgan una dignidad que las ha elevado al ámbito de lo sagrado.

En el paso del sustantivo droga al verbo drogar quedan olvidados los procesos histórico-culturales que le otorgan pleno sentido a estas sustancias cuando permanecen en estado natural. Sucede entonces un desplazamiento en la significación y la palabra droga ya no remite a las cualidades químicas de la sustancia, sino a la dudosa calidad moral de quien la consume. El sustantivo se carga de una resonancia ilegal que le viene de la experiencia social de una cultura en la que el verbo drogarse está asociado con actos delictivos y conductas antisociales. Esta significación se ha popularizado a tal grado que lo entienden así desde un ama de casa hasta las autoridades de salud pública del país. Es aquí donde se genera uno de los mayores equívocos y donde debemos concentrar la atención para procurar una reflexión y una discusión más inteligente y mejor sustentada.

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