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Drogas, Política y Cultura. Perspectivas Brasil-México

En primer lugar, bienvenidos todos y muchas gracias por la oportunidad de decir unas palabras en esta sesión inaugural del Congreso Drogas, Política y Cultura: perspectivas Brasil-México.

Muchas gracias, también, a nuestros anfitriones del CIESAS y de la Ciudad de Guadalajara, a los patrocinadores, los organizadores en general y a todo el equipo de trabajo de este Congreso. Y gracias muy especialmente, a mi querida amiga Bia Labate, quien ha puesto alma y corazón para reunir a tantos activistas, especialistas, académicos, políticos y autoridades en un solo espacio con el único fin de, cómo ella misma ha dicho “unirnos por un ideal, un ideal digno”.

Coincido plenamente con Bia. Estamos en un momento inédito para nuestras sociedades, nuestras culturas y nuestra historia. Después de décadas de un verdadero oscurantismo voluntario –o ceguera por elección- en relación a las drogas, por fin parece que vemos una luz al final del túnel: lo que antes parecía incuestionable, ahora se encuentra en entredicho.

El tema de las drogas, largamente despreciado por la política, los gobiernos, la academia y la sociedad misma, de pronto se encuentra en el centro del debate público: y lo está no porque repentinamente las sustancias psicoactivas se hayan vuelto una novedad o una moda sino, trágicamente, porque nuestros –supuestos- sistemas de control y relación con ellas han llegado a un punto en que las contradicciones entre la realidad, la moral y las fuerzas económicas que las rodean han causado una crisis social sin precedentes en la mayoría de nuestras sociedades.

Entre ellas, desde luego, las latinoamericanas hemos sufrido una tragedia que ha dejado de ser silenciosa: el estigma, la represión, la discriminación, la violencia y el castigo hacia quienes usan drogas y las producen, así como la que se ejerce contra los eslabones más débiles de una cadena económica de infinitas ramificaciones, aún sin hacer mal a nadie o ejercer la violencia contra terceros, han dañado nuestro tejido social hasta un punto intolerable.

¿Cómo es posible que hayamos llegado hasta este punto? Tomemos en cuenta que las drogas han acompañado siempre a la humanidad, que han jugado papeles centrales en la conformación de cosmogonías y culturas enteras, que hemos descubierto gracias a ellas curas y paliativos para enfermedades, y también respuestas a preguntas filosóficas esenciales para nuestra existencia. No es casualidad que nuestro sistema neuronal tenga receptores especiales para ellas, y que incluso las produzcamos de manera natural en procesos fisiológicos bien conocidos.

¿Qué nos ha conducido, entonces, a establecer paradigmas que hasta hace pocos años no admitían cuestionamiento, y que insisten simplemente en que son “malas”, con lo que se infiere que es un deber moral de la humanidad intentar eliminarlas a toda costa, a pesar de la evidencia científica, cultural y empírica que durante siglos hemos acumulado?

La respuesta no es sencilla. Son muchos los factores que han hecho de las drogas el chivo expiatorio perfecto para culparlas de casi cualquier mal social. El puritanismo religioso, el racismo, el prejuicio, la xenofobia, la discriminación y el estigma encuentran en ellas un culpable perfecto para dividir el mundo entre el bien y el mal. El maniqueísmo al servicio de los intereses y las ideologías más siniestras, aquellas que insisten en negar nuestra diversidad y riqueza cultural, que buscan eliminar al diferente, al que no necesariamente elige lo que es políticamente correcto para una supuesta mayoría.

Pero gracias a éstas circunstancias, durante un siglo la sociedad moderna ha construido un edificio cimentado en medias verdades o mentiras completas, que a su vez ha alimentado, en el último medio siglo, una industria de la guerra y el castigo que, al menos hasta hace muy poco tiempo, se creía intocable e incuestionable. Una industria que no solo aprovecha la ignorancia y el prejuicio, sino que ha permitido ejercer presión política de los poderosos contra los débiles, que impone un poder despiadado contra aquel que se atreva a cuestionarlo, o peor a aún, a retarlo usando drogas.

En efecto. Las drogas son disidencia. Lo son, porque al tiempo que algunas nos cohesionan como sociedad, otras también cuestionan el orden establecido, y muy principalmente, a ciertas morales y religiones que, legítimas en el ámbito privado, se han convertido también en una moral de Estado.

Y es este entramado de prejuicios, mentiras e ignorancia el que hasta hace poco ganaba todas las batallas. Sus pocos opositores, -los usuarios- debieron hacerse a un lado, mantenerse en el margen de las instituciones, la legalidad y las buenas costumbres de una sociedad hipócrita que, benevolentemente, los considera sólo enfermos o delincuentes.

Pero no más. Las cosas empiezan a cambiar. Nuevos contextos, nuevas formas de ejercer los derechos ciudadanos, los inmensos costos de una guerra sin fin, -sin ganadores ni vencidos, sólo llena de víctimas- han hecho que otros sectores de la sociedad comiencen a involucrarse en una reforma cuya necesidad es imposible ya de negar ni de postergar. Poco a poco la academia, la política, las familias, las víctimas inocentes de una política represiva y ciega ante los derechos más elementales de las personas, han comenzado a despertar a una nueva conciencia social.

Y estamos en este camino. Nada hemos ganado, pero mucho hemos dejado de perder en estos últimos tiempos. La razón asiste a la reforma, y es deber de todos nosotros, de este Congreso, contribuir no solo a desmontar un sistema de control injusto y en no pocos casos criminal; sino también proponer nuevas formas de relación con las drogas.

Todos aquí sabemos que las drogas son ambivalentes. Cura y veneno, como dice el antiguo concepto griego, las sustancias plantean retos complejos para la sociedad. No hay soluciones fáciles, no se trata de dividirnos entre el bien y el mal, sino de reconocerlas en su justa dimensión, y de actuar conforme el sentido común y los principios de libertad, información, reducción de riesgos y daños, responsabilidad y respeto a los derechos humanos, como los pilares de una nueva política hacia ellas.

Por eso, este Congreso Drogas, Política y Cultura: perspectivas Brasil-México, reúne a una comunidad plural, que ahora debe dialogar y proponer. Todos podemos poner algo de nuestra parte para pasar de la denuncia a la construcción de una nueva relación de todos con las drogas. Me parece que es ésta la intención última de un evento como el que hoy nos reúne. Bia lo intuye, y nos lo deslizó hace poco en un correo. Estamos aquí por un ideal justo.

Mucho éxito pues a todos, y que estos días sirvan para revelar a otros y a nosotros mismos cuáles son los mejores caminos para dejar de nombrar al fenómeno de las drogas como un “problema”, para convertirlas, mejor, en parte de las solución. Es tiempo de encarar con franqueza y honestidad un sistema de control basado en el prejuicio y la hipocresía, cuyas consecuencias son el atropello de los derechos de millones de personas en todo el mundo en nombre de una moral que ya nada, o casi nada, tiene que ver con una realidad inocultable en Brasil, en México, en Latinoamérica y en el resto del mundo.

Enhorabuena entonces, y muchas gracias.

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