escrito especialmente para este blog
Desde la visión indígena, Lophophora williamsii, el cactus alucinógeno que los huicholes (wixaritari) y tarahumaras (rarámuri) llaman hikuri, no es una droga. Los huicholes no ingieren una sustancia con determinadas propiedades, más bien se transforman en personas-peyote, hikuritamete. En este estado, perciben el mundo desde la perspectiva del peyote. Es un mundo mucho más luminoso y lleno de colores. Wirikuta, donde crece el peyote, es un desierto floreado y, dentro de este paisaje, se ubica el cerro Reu’unax+, el lugar donde nace el sol, que se conoce también como Partitek+a, “Abajo del Amanecer”.
Desde la ciencia naturalista se diría que un efecto del alucinógeno sea la dilatación de las pupilas, y esto explica que el usuario perciba su entorno con más brillo. Algunos estudiosos del chamanismo han propuesto ya no hablar de alucinógenos, sino mejor de enteógenos (Wasson, Hofmann, Ruck, 1980), pero este neologismo no ofrece una alternativa al enfoque farmacológico naturalista. En la ontología animista de los huicholes, un peyote es una persona iniciada. Para lograr esta transformación, se requiere pasar por una serie de practicas de sacrificio y austeridad. Sin sacrificio no hay transformación. Desde luego, se puede comer peyote fuera de este contexto, pero esto no se consideraría una experiencia significativa. Entonces, simplemente se perciben dibujos.
El “uso” del peyote entre tarahumaras, coras y otros grupos del Noroeste de México no está tan bien estudiado, pero todo indica que se puede hacer la misma crítica al enfoque farmacológico. Entre los huicholes se “consumen” grandes cantidades de peyote, sobre todo en el contexto de la denominada “peregrinación” a Wirikuta. Año tras año los centros ceremoniales huicholes envían grupos de personas al semi-desierto en el Norte del Estado de San Luis Potosí. En el viaje, cada uno guarda una pequeña jícara que es una deidad ancestral, por eso los integrantes del grupo se conocen como jicareros (xukuri’+kate). Mientras uno tiene el cargo, uno se llama igual que la deidad de su jícara: Tatewari – Nuestro Abuelo, Tayau – Nuestro Padre, Tamatsi – Nuestro Hermano Mayor, Takutsi – Nuestra Abuela, Tatei – Nuestra Madre. Aquí no se trata de enumerar todas las deidades huicholas (ver Neurath 2002), lo importante es que, en su conjunto, los jicareros son la comunidad y familia original. Para ser preciso, son los ancestros que todavía no son dioses. Para convertirse en dioses, deben “nacer” — salir de la jícara, que es el vientre de su madre, realizar el viaje a Wirikuta, lograr la transformación en peyote y obtener visiones. Si todo va bien ellos eventualmente “nacen” como ancestros. Entonces, efectivamente, son los dioses.
Una de las tareas de los jicareros es recolectar peyote, hasta cien peyotes cada uno. Por eso, los jicareros también se conocen como peyoteros. Pero, para ser preciso, solamente es correcto hablar de hikuritamete, personas-peyote, cuando ya están en el camino de regreso, cuando los jicareros ya se han transformado en peyote. Entonces usan un sombrero de ala ancha con plumas blancas de guajolote que forman una flor de peyote. No están disfrazados de peyote, son peyotes.
Lo que los jicareros buscan es el lugar del amanecer. Emergen del mundo oscuro “abajo en el poniente” y encuentran la luz, porque logran transformarse en peyote. Al mismo tiempo, su viaje es una cacería. Dentro del grupo de los jicareros hay un grupo de cinco cazadores: el puma, el jaguar, el lobo, el lince y otro felino que es tan poderoso que nadie quiere hablar de él, pero a veces lo llaman simplemente “gatito”. Los cinco cazan a su hermano mayor, el venado. Tamatsi, el hermano mayor, es el primero que se transforma en peyote. Lo logra porque siente lástima por los cazadores y se les entrega voluntariamente. Antes de morir, todavía les enseña como celebrar los ritos huicholes y muchas cosas más. El venado es el fundador del costumbre y el más interesado que este continúe.
Se puede decir que el venado está iluminado por una ética de sacrificio; personifica el ideal de servicio que hace funcionar a las comunidades. Es el ejemplo para los chamanes (mara’akate), y para los encargados y funcionarios de la organización comunitaria, que deben “mandar obedeciendo”, trabajar no para el propio beneficio, sino para los demás. Se puede decir que Wirikuta es el mundo de la generosidad, donde el venado se entrega voluntariamente a los cazadores y se transforma en el primer peyote. Los jicareros que ingieren el venado ya transformado en hikuri se transforman en venados y en peyotes, y continúan con el costumbre (yeiyari).
Tomando en cuenta la importancia que tiene el autosacrificio del venado, explicar toda la religión wixarika como un “culto de peyote” sería caer en un reduccionismo (ver La Barre 1987 [1964]), pero tampoco sería una solución hablar de un “culto al venado”. Lo importante es entender el contexto. Podría preguntarse que sea más importante: la ingesta de peyote o la abstención del sueño. En etnología se han documentado diferentes métodos de inducir visiones: seclusión, ayuno, prácticas de mortificación (como el autosacrificio mesoamericano o la danza del Sol de los lakota), abstención del sueño. En el caso huichol, el “ayuno de sueño” es un ejercicio que se práctica con mucha disciplina. No dormir durante varios días y noches, implica llegar a soñar despierto. Cuando uno está en este estado tan especial, las visiones de peyote son mucho más que ver dibujos, colores y formas psicodélicos. Wirikuta es el país de la luz que se opone a la oscuridad del inframundo y del mar en el poniente. Wirikuta no es un lugar para dormir. En Wirikuta tampoco se come sal. El sueño y la sal del mar son de las cosas que los jicareros deben dejar atrás.
El ritual que los jicareros o peyoteros huicholes realizan en Wirikuta muchas veces es llamado peregrinación. La desventaja de usar esta terminología es que, consciente o inconscientemente, puede conllevar a proyectar concepciones derivadas de prácticas católicas o cristianas. En el viaje a Wirikuta efectivamente se visitan santuarios y, en el camino, los peregrinos buscan purificarse, pero, como veremos, la práctica huichola es mucho más compleja. Hay muchos aspectos que el termino “peregrinación” no abarca. Por ejemplo, transformarse en sus propios ancestros y en peyote.
Se trata de una búsqueda colectiva de visiones o, más bien, de una “búsqueda de visiones colectivas”. En el contexto de la etnografía amerindia el rito huichol es hasta cierto punto único. Hay muchos grupos que realizan ritos de iniciación con búsquedas de visiones. Los indios de las Grandes Llanuras de Norteamérica se internan a una parte solitaria de la pradera, ayunan durante muchos días y, en algún momento, esperan obtener una revelación onírica o visionaria (Feest 1998). Ritos similares se han reportado de Amazonía (Descola 2005) y también entre los tepehuanes del sur, un grupo vecino de los huicholes (Reyes 2015). En todas estas culturas, la experiencia visionaria es solitaria e íntima. En otros casos, las iniciaciones y búsquedas de visiones son ritos colectivos. Por ejemplo, en el Sur de California existía una iniciación colectiva con Datura (Kroeber 1925). Los tohono o’odam de Arizona realizaban una peregrinación a un sitio en el Golfo de Cortés donde recogían sal. En el camino de regreso, algunos experimentaban visiones (Underhill 1946). En ambos casos, los ritos son colectivos pero, a final de cuentas, cada quien experimentaba las visiones iniciáticas por su lado y en diferentes momentos. Entre los huicholes es importante que las visiones sean colectivas. Naturalmente, las experiencias varían en los detalles, pero ciertas visiones y transformaciones son experimentadas simultáneamente por todos los integrantes del grupo. Todos juntos experimentan el amanecer, todos juntos sueñan la lluvia del oriente que nace del polvo del desierto y de las lágrimas de los peregrinos. En el regreso forman una gran serpiente de nubes (haiku) que es la primera lluvia que colectivamente soñaron en el desierto. Como tal aparecen en la gran fiesta del Peyote (Hikuri Neixa) que marca el final de las secas y inicio de la temporada de las lluvias (Neurath 2002).
La luz del amanecer se refleja en las caras de los peregrinos, y se plasma en las bellas pinturas faciales de color amarillo (uxa) que usan los peyoteros (ver la fotografía de Léon Diguet arriba). Se aprecia muy bien como no todos se pintan con el mismo diseño, porque, obviamente, la gente no experimenta exactamente lo mismo. Pero también queda claro que todos experimentan algo similar, y que la experiencia es colectiva.
En Wirikuta es donde se levantan las “velas de la vida,” que son los postes que los huicholes llaman haurite, los ocotes o antorchas de ocote que levantan el cielo. El mundo de “abajo” y la oscuridad siempre existirán y siempre han existido, pero el mundo de la luz, el techo del mundo, es creado o inventado en el ritual. Se debe renovar periódicamente. Es una visión y, por eso, tiene una existencia efímera. La existencia de Wirikuta no está dada. Solamente existe porque los jicareros lo buscan, porque aguantan tanto tiempo sin dormir, y porque lo sueñan despiertos en sus visiones. De una manera equivalente, los dioses ancestrales huicholes existen porque los huicholes practican ritos que les dan existencia. Sin el viaje a Wirikuta no hay dioses huicholes. De cierta manera, cada viaje a Wirikuta sucede por primera vez. Encontrar el amanecer es un acontecimiento al fondo único y no repetible.
Vemos que en la cultura wixarika la invención y la creación son altamente valoradas. Wirikuta es tan especial, no porque es “natural”, como piensan los ecologistas, sino porque es “artificial”, creado por el hombre.
El concepto huichol de belleza se asocia con las experiencias colectivas de soñar despierto en un desierto floreado. Lo bello es chiquito, tierno, brillante y traslúcido, como las gotas de agua, las chaquiras, las plumas y los destellos de luz. Por otra parte, en Wirikuta la alegría siempre se mezcla con sentimientos de melancolía. Da lástima el venado que se entrega. Y las lágrimas se convierten en lluvia. En realidad no se puede llegar a Wirikuta hasta que uno no se muera en una muerte sacrificial. Durante la vida uno nada más se acerca. Pero los verdaderos dioses están muertos. Ésta es la gran paradoja de Wirikuta. Los ritmos sincopados de la música wixarika probablemente tienen que ver con esta paradoja, ese estar y no-estar en Wirikuta, este acercamiento a la muerte que da la vida.
Referencias
Descola, Philippe, Las lanzas del crepúsculo. Fondo de Cultura Económica de Argentina, Buenos Aires, 2005.
Feest, Christian F., Beseelte Welten. Die Religionen der Indianer Nordamerikas, Herder, Friburgo, Basileia, Viena, 1998.
Kroeber, Alfred L., Handbook of the Indians of California. Bureau of American Ethnology Bulletin No. 78, Washington, D.C., 1925.
La Barre, Weston: El culto del peyote, La red de Jonas, Premiá editora, Puebla, 1987 [1964].
Neurath, Johannes, Las fiestas de la Casa Grande. Procesos rituales, cosmovisión y estructura social en una comunidad huichola. Instituto Nacional de Antropología e Historia, Universidad de Guadalajara, México, 2002
Reyes, J. Antonio, The Perpetual Return of the Ancestors: An Ethnographic Account. Ph. D. Thesis in Anthropology, St. Andrew’s, 2015.
Underhill, Ruth M., Papago Indian Religion. Columbia University Press, Nueva York, 1946.
Wasson, Gordon, Albert Hofmann y Carl A. P. Ruck, El camino a Eleusis. Una solución al enigma de los misterios, Fondo de Cultura Económica, México, l98