La “guerra contra el narco” ha tenido un saldo de alrededor de 100 mil personas muertas. A partir de ella hemos recibido una enorme cantidad de información, no sólo en noticias, sino en novelas, películas y series de televisión. Esto ha provocado que ya no distingamos entre la ficción y la realidad. Y es que la realidad es más cruel que cualquier ficción; esta medida política ha lastimado profundamente el tejido social de muchos mexicanos, los que habitan en las regiones en donde se siembra la droga, parajes que Aguirre Beltrán llamaba “regiones de refugio”, lugares aislados de todo, lugares donde los caminos terminan, donde el día tiene más de 24 horas, donde viven muchos de los pueblos indígenas de nuestro país. Se trata de parajes que todavía conservan su ecosistema y que han sobrevivido gracias a la cultura de respeto que los indígenas tienen hacia su entorno. Irónicamente, aquí también hay muchos “Pueblos Mágicos”.
Aquí, en este nicho aparentemente paradisíaco, el narcotráfico vino a suplir lo que no hizo el gobierno, llegó y resolvió necesidades de la gente. Hasta antes de esta guerra, el narcopagaba por lo menos tres veces más de lo que gana un jornalero o a un albañil. Los mestizos comenzaron a trabajar de intermediarios, los indígenas de sembradores, pero sólo los jóvenes –los mayores no aceptaron–, pues prefirieron seguir esforzándose por trabajar la milpa, vender sus productos agrícolas o artesanales groseramente baratos o trabajar como albañiles. Pero los jóvenes no, ellos no quisieron vivir las carencias de sus padres, deseaban contar con azúcar, café, manteca, sal y aceite, siempre … Es preciso aclarar que es dinero bien pagado, no dinero fácil, cosa que muchos no entienden porque consideran como algo normal los ínfimos salarios de la clase trabajadora de nuestro país. Al menos antes de la guerra del narco, pues ahora se ha convertido en una bola de nieve: más abusos, más muertes, más miedo y más frustración. Y digo “más”, porque siempre los ha habido, no sólo por parte de los mestizos intermediarios, sino también de otros, por ejemplo, los militares que en muchas ocasiones han estado muy lejos de cumplir con el respeto a derechos humanos de estos pueblos. Por ejemplo, un día llegó un regimiento de soldados a un gran sembradío de mariguana –cabe advertir que los militares no van a todos los sembradíos, sólo a los que no están protegidos por las autoridades. A los hombres los golpearon, a las mujeres las violaron, después quemaron la siembra y se fueron. En otra ocasión llegaron a una ranchería donde pasaron revista casa por casa, les gritaban con toda esa superioridad que muchos sienten al toparse con un indígena; las mujeres huyeron al monte, los hombres se quedaron. En su recorrido de inspección no hubo casa en la que no se robaran lo poco que un indígena campesino tiene: maíz, gallinas, frijol…
A partir de Calderón vivimos un estado de guerra permanente; provocó una bola de nieve, creando rencillas entre familias, pueblos vecinos y amigos. La carne de cañón de esta guerra son los sembradores indígenas y los sicarios y/o intermediarios, estos últimos son jóvenes que proceden de hogares pobres, con una educación escolar muy deficiente, saturados de información de las televisoras que los desorientan, los confunden y los acomplejan. Estos jóvenes optan por una vida efímera, prefieren vivir poco pero, desde su perspectiva, dignamente, es decir, con dinero. El problema es que muchos de ellos beben alcohol y usan drogas y así, armados hasta los dientes, experimentan una nueva cotidianeidad: levantar.
“Eran como las 8 de la noche, iba caminando por la carretera, en eso se paran unos y me agarran, me tumban al suelo, me apuntan con un arma y me ordenan a que diga mis últimas palabras. Yo no quise decir nada, hacen que me levante y me dicen que me van a dar ‘la ley fuga‘, entonces me echo a correr, corro y corro, hasta que escucho detrás de mi unas carcajadas, se me doblan las piernas, me caigo, no puedo levantarme. Lo hombres se suben a la camioneta y se van.”
A este profesor indígena lo han “levantado” cuatro veces. Estos mismos jóvenes son los que van a los ranchos indígenas a organizar la siembra, y si antes les ofrecían 150 pesos por día, ahora les apuntan en la sien y les exigen que trabajen gratis. Si antes les eran conocidos, ahora les son extraños, pues la guerra ha provocado una gran movilidad en los cárteles, porque, si antes actuaban en territorios establecidos, ahora son territorios en disputa. Y si antes iban, dejaban la semilla y se retiraban, ahora se quedan en los ranchos vigilando. Muchos aceptan y pocos los enfrentan:
Llegaron a mi casa y me pusieron el arma en la sien, me dijeron que si no sembraba iban a matarme a mí y a mi familia, yo les grité, “¡yo no les tengo miedo, yo no voy a sembrar!”
Hay rancherías indígenas completas que se han replegado al monte, lejos de todo, lejos del miedo, la impotencia y la frustración, allí, en la soledad y la paz, han vuelto a sembrar su milpa y a realizar sus fiestas, porque, paradójicamente a estos intermediarios les gusta participar en ellas. El problema es que con la mezcla de drogas, alcohol y armas es una pesadilla.
El tejido social de muchas regiones de nuestro país está fracturado; la solidaridad y el trabajo en comunidad están gravemente debilitados. Pero, ¿cómo reconstruyes un tejido social? ¿Cómo curas heridas tan profundas? La pobreza en México, la falta de alternativas para sobrevivir, la impunidad, la violación a los derechos humanos es una constante. Mientras tanto, el gobierno, el que le abrió la puerta al narco, ahora simula cerrarla y al mismo tiempo apoya monopolios que sangran nuestro país, que dejan a muchos sin trabajo. Y lo que más urge no le importa: buenas escuelas y trabajos honorables. El gobierno prefiere que siga la ficción, prefiere que vivamos una realidad tergiversada y creamos que los malos son los que mueren, pero todos sabemos que los malos, los perversos, aún viven
*Articulo publicado en La Jornada*