Diana Negrín es geógrafa y curadora que desde el 2001 ha llevado a cabo investigaciones etnográficas y de archivo con un enfoque principal en el territorio wixárika del occidente mexicano. Es Directora Asociada de Chacruna Latinoamérica en México.
Dedicado a los caminos entrecruzados de Juan Negrín, Sasha Shulgin y Silviano Camberos
La textura, el color y la flor del peyote son recuerdos vivos que tengo desde mi infancia.
Crecí en un hogar bastante particular dentro del contexto del conservadurismo y clasismo católico de Guadalajara. Una casa que se compartía con familias wixaritari y visitantes de diferentes partes del mundo que buscaban conocer un cacho de una de las culturas originarias y dinámicas de mesoamérica. Mi infancia está tapizada de cuadros de estambre elaboradas por los maestros del arte wixárika. En el sillón de la sala me acostaba, pies arriba, mirando la obra de José Benítez Sánchez, Tatei Atsinari Nuestra Madre es como atole crudo, mientras que escuchaba (a media conciencia) las largas pláticas que sostenía mi padre con las visitas. A menudo sobre la etnobotánica.
Recuerdo con intensidad cómo, una vez pelado, el verde opaco del peyote se convertía en un verde esmeralda despampanante.
Mis padre se habían conocido en la Bahía de San Francisco, California en 1968, ambos atraídos por las posibilidades culturales, laborales y políticas que ofrecía esta región rebelde durante una era tan singular como fue la década de 1960. Mi padre, Juan Negrín (1945-2015), nació en la Ciudad de México, hijo de una estadounidense y un español exiliado; condición que le permitió explorar un mundo más allá de las fronteras nacionales. Mi madre, Yvonne Negrín, nació en Nueva York, hija de otras diásporas, principalmente azoreana vía Brasil e irlandesa vía Ohio. En la Bahía de San Francisco empezó esta historia en el que la etnobotánica se entrelaza.
En mi hogar y entre nuestros amigos cercanos, el peyote era una planta que se respetada con cariño. El peyote no se fetichizaba y tampoco era un tema preponderante. Pero era un elemento presente.
Cuando mi padre se encontró con los cuadros de estambre wixaritari en una exposición en la Basílica de Zapopan, comenzó una larga y muy comprometida relación con la cultura, el arte y el territorio wixárika. Desde los principios de la década de 1970 emprendió arduas peregrinaciones por la sierra wixárika. En seis ocasiones peregrinó a Wirikuta, caminando en ayunas desde la Sierra Madre Occidental hasta aquella tierra sagrada donde brota el peyote.
Si uno no caminaba, ayunaba y confesaba sus pecados colectivamente, el peyote descubriría tu máscara con un castigo. Como buen existencialista, mi padre duraba semanas en estos trayectos y sus sacrificios acompañantes.
Conforme transcurrieron los años, llegaron nuevas amistades ligadas a un interés y estudio compartido sobre la potencialidad médica y social de las plantas psicotrópicas. Aquí entraron figuras emblemáticas como Alexander (Sasha) Shulgin (1925-2014) y Ann Shulgin, cuyos textos Pihkal: A Chemical Love Story y Thikal exploraban—con base en décadas de investigaciones científicas—la unión entre la química y la mente humana. Cuando mis padres regresaron a vivir a California en diferentes momentos de la década de 1990, se incorporaron a cenas ocasionales, “Friday night dinners”, en el que participaban toda clase de eruditos de las plantas psicotrópicas. Entre los brindis se compartían experiencias personales y nuevos aprendizajes. Durante estos años de mi adolescencia acompañaba a mis padres a las cenas (los anfitriones me encargaban la limpieza de la vajilla) y escuchaba las variadas conversaciones de los invitados.
¿Y tú, has probado el peyote? ¿Tus papás te daban cuando eras chiquita? ¿Asistías a las fiestas de los huicholes de pequeña, ¿te daban peyote?
Los intereses que unían a los estudiosos de estas plantas no era un simple afán por la psicodelia, como tantos han caracterizado, sino una exploración de los conocimientos científicos del Occidente y desde las saberes Aborígenes. Algunos buscaban influir las leyes que han colapsado plantas como el peyote con enervantes sintéticos que se producen en masa, mientras otros buscaban crear mayor conocimiento científico sobre el uso terapéutico de estas sustancias. Claro, siempre existía un segmento que se “colaba” a estas reuniones catalizados por un egocentrismo que giraba en torno a sus “viajes psicodélicos.” Estos últimos resultaban más cómicos, pero han permanecido como la imagen popular de la psicodelia no aterrizada.
El peyote no era la única planta. Estaba el kieri, también conocido como el árbol del viento, familia del toloache (género datura y solandra).
La obra, El nacimiento del kieri, del artista wixárika nayarita, Guadalupe González Ríos, colgaba en las escaleras de nuestro hogar. Esta era una planta que temer y los susurros sobre su poder me hacían huir del gran cuadro de 1.22 x 1.22 metros. Hasta temía decir el nombre de la planta. Esto se sustentó cuando varios mara’akate (chamanes) concordaron que la epilepsia de mi padre se vinculaba a su falta de cumplimiento con el kieri. Planta que visitó, mas no consumió, por petición de Guadalupe quien consideraba al kieri como su patrón. Si uno no cumplía, el kieri tenía la capacidad de convertirse en una mujer seductora y conducirte hacia una serie de acontecimientos desafortunados.
Mi padre se encontraba acostado en el jardín y el mara’akame le hacía una limpia. De su vientre salió un pedazo del kieri. Miré ese pedacito de raíz con asombro, comprendiendo que las plantas tenían un poder para el bien y para el mal.
A lo largo de los años, conocí muchos personajes que compartían su entusiasmo y fascinación por el uso de plantas psicotrópicas y sus usos medicinales y psicoterapéuticos. Silviano Camberos Sánchez (1962-2009) fue un maravilloso médico y etnobotanista quien empezó su trayectoria como médico en la sierra wixárika y posteriormente viajó por las américas para instruirse sobre los diversos usos de las plantas sagradas. Su incorporación no solo de plantas sino también de técnicas medicinales aborígenes hicieron de él un gran médico. Pero otros personajes tuvieron encuentros más trágicos, atravesando el mundo para llegar al México Mágico solo para quedar en “el viaje”, aterrorizados, confundidos, solos.
Sin duda, el debate en torno a la minería en la ruta de peregrinación sagrada wixárika de Wirikuta, ha cautivado a muchos entusiastas del peyote quienes se han sumado a la lucha por la protección de este cactus endémico a la región del Desierto de Chihuahua. Con este contexto de luchas contemporáneas sobre el estatus político, económico y cultural de las plantas psicotrópicas, vale la pena hacer una pausa y reflexionar en el gran trabajo que hizo la generación de mis padres en darle vida a las conversaciones globales en torno a estas plantas. A ellos les dedico esta breve reflexión.