En el mundo latino, o por lo menos en el de habla hispana, prevalece un pernicioso uso y/o una fastidiosa ambigüedad en torno al término ‘droga’. Por un lado, no parece haber un consenso sobre el referente preciso del vocablo. Por otro, el término sistemáticamente se utiliza para designar cosas tan disímiles como la heroína y el peyote, o los solventes y los hongos psylocibe; al mismo tiempo, en el imaginario popular, sustancias como el alcohol o el azúcar no forman parte del conjunto de las drogas.
Creo que ya es hora de poner en orden nuestras ideas y abordar francamente la cuestión de saber exactamente a qué nos referimos con el término ‘droga’. Es decir, creo que ya es hora de que hagamos quehacer semántico. Pero más que argumentar que muchas de nuestras creencias en torno a lo que son las drogas son falsas (lo cual sería demasiado elaborado para este espacio), en este pequeño texto me propongo argumentar que el uso popular que típicamente se le da a dicho término en español está plagado de inconsistencias y problemas. Y digo esto siendo consciente de la famosa máxima wittgensteiniana según la cual “el significado es el uso” y también a pesar de que el uso popular del lenguaje constituye, en una gran mayoría de casos, una autoridad conceptual por sí misma. Pero, veremos, no en todos.
En efecto, el caso que nos ocupa amerita hacer defección del uso popular que se le da al vocablo para ponerlo bajo la lupa del tribunal del análisis conceptual y así averiguar cuáles son los supuestos detrás del concepto, así como su extensión y sus límites, pues lo que está en juego es enorme. Baste mencionar la ubicua y costosísima (en varios sentidos) “guerra contra las drogas”; las políticas de salud pública de muchos países; la responsabilidad de gobiernos complacientes y de corporaciones que producen intoxicantes de consumo humano y que no desean que estos se identifiquen como ‘drogas’; o el estigma social que persigue al “drogadicto”.
Empecemos con una cuestión histórica. Todavía hace pocas décadas podíamos encontrar en México droguerías –––establecimientos que vendían medicamentos y que a la postre se convertirían en farmacias, cumpliendo esencialmente la misma función que éstas (digamos de paso que en los Estados Unidos las drugstores ––comercios minoristas que operan en torno a un servicio central de farmacia–– han sido y son algo común y corriente). Ahora bien, podríamos estar tentados a decir que antes se vendían drogas legal y abiertamente en México (siendo que ahora ya no), pues una droguería es una tienda que vende drogas. A esto podríamos responder que las droguerías de antaño no vendían drogas, sino sustancias curativas (medicamentos). Entonces podríamos preguntarnos por qué en México se llamaba antes a las boticas o farmacias ‘droguerías’ (y no ‘medicinerías’ o algo así), siendo que esas tiendas no vendían drogas, sino medicamentos. Y también podríamos preguntarnos si los medicamentos son o no drogas y, si no son drogas, por qué ––de nuevo–– se llamaban droguerías las tiendas que los vendían. En resumen, parecería que lo anterior nos lleva a un trilema: o bien, 1) era incorrecto llamarle ‘droguerías’ a las farmacias de antaño, o bien, 2) era correcto llamarle ‘droguerías’ a las farmacias de antaño, pero éstas no vendían drogas, o bien, 3) era correcto llamarle ‘droguerías’ a las farmacias de antaño y éstas sí vendían drogas.
Aceptar cualquiera de estas tres opciones parece igual de incómodo, por distintas razones. La primera opción no es admisible por razones evidentes (i.e., tanta gente no se puede equivocar por tanto tiempo); la segunda opción es tan incómoda como el que a un lugar le llamen ‘vinatería’ cuando ahí no venden vino; la tercera es incómoda en la medida en que admitamos que, en épocas recientes, vender y comprar drogas era legal y abierto en México.
Por supuesto, podríamos evitar la incomodidad de ‘2’ si mantenemos que el significado de ‘droga’ en el contexto de antaño era distinto del de hoy (p. ej., medicamento vs. estupefaciente/narcótico) ––en cuyo caso diríamos que el significado del término cambia según el contexto–– y que las droguerías de antaño no vendían drogas como las entendemos hoy (i.e., estupefaciente/narcótico), pero sí vendían drogas como las entendían antes (i.e., medicamentos). El problema de aceptar esto (más allá de la cuestión de saber por qué las cosas mantendrían el mismo nombre cuando el concepto correspondiente cambia) es que parecería condenarnos a un relativismo en el que el contexto dicta lo que son las cosas, con sus ontologías correspondientes, digamos, en pie de igualdad. Así, radicalizando este problema (para apreciar mejor el problema), diríamos que en un contexto científico ‘Sol’ significaría ‘Estrella compuesta por átomos de hidrógeno y helio’, mientras que en un contexto sociocultural particular ‘Sol’ significaría ‘Padre del maíz, de las águilas, del venado y del peyote’, siendo ambas descripciones igualmente aceptables por ser igualmente verdaderas.
Por otro lado, también podríamos esquivar la incomodidad de ‘3’ si estipulamos que el significado de ‘droga’, en el contexto de antaño, era igual al de hoy. En este caso, parecería que tendríamos que renunciar a los conceptos ‘medicamento’ y ‘estupefaciente/narcótico’ para entender el significado de ‘droga’, utilizando un concepto o descripción más general o abarcador (en términos, por ejemplo, de “sustancia química que tiene efectos biológicos conocidos sobre los humanos u otros animales” (Wikipedia)). El problema con esto es que no solo habría que adherir a un cierto esencialismo, sino que también tendríamos que abandonar nuestra forma natural de hablar y utilizar sistemáticamente tecnicismos para hacernos entender (aunque el entendimiento solo se daría entre expertos, ya que los tecnicismos están fuera del uso ordinario de la lengua).
Pensemos ahora en el problema que surge al identificar el significado del concepto ‘drug’ (en inglés de Estados Unidos) con el concepto ‘droga’ (en lengua hispana) ya que, en realidad, los significados de drug y de droga son muy distintos (en connotación, y quizás también, como hemos visto, en denotación). Sí, ciertamente hay un traslape semántico parcial entre ambos términos, pero más allá de esa pequeña parcela conceptual compartida no está claro, en lo absoluto, lo que tienen en común. En inglés es frecuente escuchar el término drug como sinónimo de ‘medicamento’ (P. ej., “Benzodiazepines are drugs prescribed by psychiatrists”). Sin embargo, es también común en esa lengua asociar el mismo término con ‘estupefaciente/narcótico’ (como cuando Nancy Reagan hizo famoso el lema “(Just) say no to drugs”). Es decir, en inglés hay una clara ambigüedad del término (a veces refiriendo a un medicamento, a veces a un narcótico indeseable) que en lengua hispana (en México, al menos) no ha prevalecido. En efecto, hoy día en México ‘droga’ refiere automáticamente a ‘estupefaciente/narcótico’ y no a ‘medicamento’.
A lo anterior le podemos añadir el trágico hecho de que en muchas ––si no es que en la gran mayoría de–– sociedades urbanas actuales el público en general no distingue, y quizás no pueda distinguir, objetos física, conceptual y funcionalmente tan diferentes entre sí como son la cocaína y la hoja de coca, la metanfetamina y el peyote, la heroína y los hongos psylocibe, el crack y el ayahuasca, los barbitúricos y la mariguana, los solventes y el San Pedro (por mencionar solo algunos ejemplos), amalgamando bajo el mismo concepto de ‘droga’ a todas estas sustancias y plantas. Sospecho que si hiciéramos una encuesta sobre las razones que el público general tiene para identificar indiscriminadamente estas sustancias y plantas como ‘drogas’, las dos principales serían que su consumo es a la vez dañino y adictivo (nótese que si se aludiera al carácter prohibido de esas sustancias y plantas para identificarlas como drogas se estaría cometiendo la falacia de petición de principio).
Sin embargo, si a ese mismo público le preguntáramos si son drogas sustancias como el alcohol, la cafeína, el glutamato monosódico, el tabaco industrial, el azúcar o la misma sal de mesa, también sospecho que la respuesta sería abrumadoramente negativa: simplemente esas sustancias no encajan con el perfil satanizado de las drogas que se ha imprimido en la mentalidad popular a través de los años. Esto, por cierto, es muy conveniente para los fabricantes y distribuidores de estas sustancias. Pero si indagáramos y viéramos datos duros sobre los efectos nocivos de estas otras sustancias sobre la población en general, sin duda veríamos cifras alarmantes. Basta preguntarnos sobre los efectos nocivos (a nivel físico, mental, social y económico) que tienen, en conjunto, el alcohol, el tabaco industrial, el azúcar y la sal, para saber que no solo competirían con, sino que probablemente empequeñecerían a, los efectos nocivos sumados de todas ‘las drogas’. Además, siendo todas estas otras sustancias dañinas y adictivas tendríamos ––para ser coherentes–– que incluirlas en la categoría de las drogas. Y ya no menciono otras sustancias, instrumentos tecnológicos y conductas que claramente pueden ser consideradas dañinas y adictivas para la población en general y que ya son preocupación de los expertos en salud mental.
Por todo lo anterior, y como conclusión, es obvio que el significado de ‘droga’ está lejos de ser claro o evidente. Si no estipulamos previo a su uso lo que debemos entender por ‘droga’, no podemos estar seguros de que estamos usando el término unívoca y consistentemente. Solo aclarando con precisión lo que son las drogas podremos saber si estamos aplicando el concepto correctamente, es decir, saber si estamos incluyendo en esa categoría a los miembros, y solo a los miembros, que deben figurar ahí. En términos de la Grecia antigua, diríamos que cometemos una injusticia si incluyéramos indebidamente a un miembro en esa categoría o si excluyéramos a un miembro que debería de ser incluido.
Seamos justos: reflexionemos antes de hablar de drogas.
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