Juliana Zárate es fundadora de @MuchoCol, una startup que promueve alimentos locales de comercio justo.
David Restrepo es Director de Investigación del CESED (Centro de Estudios de Seguridad y Drogas, UniAndes, Bogotá), donde promueve la investigación intercultural y la innovación de políticas sobre coca y otros enteógenos.
¿Podrá el proyecto de ley de regulación de coca en Colombia no solo proteger el legado vivo indígena, sino también potencializar la construcción de un nuevo tipo de sociedad inspirado en las culturas de la coca y su énfasis en lo colectivo?
El pasado 25 de agosto el proyecto de ley en Colombia para regular la planta de coca y sus derivados, incluida la cocaína, hizo historia. Es la primera vez en el mundo, desde la prohibición misma de la cocaína a comienzos del siglo XX, que se propone construir un marco regulatorio para esta sustancia. Es también la primera vez que Colombia contempla seriamente la reglamentación de la hoja de coca, sacándola del limbo jurídico en la que se encuentra y acercándose al modelo más eficaz que tienen Perú y Bolivia. Solo en Perú ya hay aproximadamente 6 millones de personas que consumen coca tradicional o industrial legal (un 10% de la producción total de coca) según el Informe sobre la Demanda de Hoja de Coca para Fines Tradicionales e Industriales 2019, publicado por Devida.
Hay muchos motivos para celebrar esta propuesta en un país que no ha tenido la voluntad política de salir del ciclo de “guerra contra las drogas”, ineficaz para combatir el narcotráfico y promotora de la deforestación y la violencia física y económica contra las poblaciones más vulnerables. Sin embargo, en un mundo en el que la palabra coca se ha vuelto sinónimo de cocaína es necesario recordar que se trata de dos cosas muy distintas: la cocaína es una sustancia advenediza, inventada o extraída químicamente por europeos hace apenas 175 años; la coca es una planta sagrada/maestra con miles de años de historia, una planta que encierra múltiples universos, cada uno de ellos parte de las diferentes culturas a las que pertenece.
Diferenciar, distinguir
Para las culturas tradicionales, la coca no es un mero ornamento ni una simple fuente de ingreso. Es el corazón mismo de la cultura. A través de la coca, en concierto con otras plantas maestras, se articulan cosmovisiones que buscan equilibrar lo individual con lo colectivo, lo humano con lo natural, lo tangible con lo intangible. Cuidar, mambear (ponerse el polvo de la hoja en la mejilla y mezclarlo con saliva para irlo ingiriendo poco a poco, generalmente de manera contemplativa y con una connotación espiritual) y compartir coca asegura la salud e integridad de las comunidades, canaliza energía para el trabajo individual y colectivo, y suministra alivio para dolencias físicas y metafísicas. Según Aimema Urue, artista y mambeólogo perteneciente a la cultura Muruy-Muyna, la gente de centro (Uitoto) del clan Garza, en su cultura la coca representa el origen de la mujer, lo femenino sagrado, fuente de vida para los pueblos andino-amazónicos, símbolo de diálogo, conexión espiritual y dadora de fuerza y claridad de pensamiento. La coca —jibína en su lengua— es el origen mismo del buen pensamiento. El mambe, jíbie, que se obtiene al tostar, moler y cernir las hojas de coca y mezclarlas con cenizas de hoja de yarumo, contiene ese buen espíritu, la buena energía de esa primera mujer que trajo el consejo, la dirección para una cultura.
Equiparar coca con cocaína resulta ser no sólo un reduccionismo, sino también una falsedad. La cocaína que se compra en la calle, por whatsapp, en la dark web o la industria farmacéutica ni siquiera es cocaína como tal, sino un derivado de la cocaína natural que se encuentra en la hoja a la que luego le añaden ácido clorhídrico, entre otras soluciones, en las “cocinas” o laboratorios. Los añadidos transforman el alcaloide de la hoja en una potente sal estimulante, que es rápidamente absorbida por el organismo y causa una euforia casi inmediata, intensa y efímera. Este perfil farmacológico es el que se vincula a la adicción y los usos problemáticos que aquejan a un 17% de los usuarios de las sales de cocaína (frente al 15% de usuarios de alcohol) a nivel mundial.
Por su parte, la cocaína endógena de la hoja promedia un 0.6% de su peso seco. La planta también contiene metabolitos de la familia de los tropanos (una familia de fitoquímicos que se encuentra sobre todo en las plantas solanáceas y Erythroxylaceae), que, al consumir la hoja, se hidrolizan y transforman en otros alcaloides poco estudiados que se pierden en el proceso de extracción y transformación de la cocaína. En su estado puro, la cocaína no está aislada ni se ha transformado en sal; la acompaña una amplia riqueza de componentes. Las caracterizaciones a la fecha coinciden en que tiene una alta densidad de nutrientes, particularmente de calcio, vitamina A, hierro, fósforo y proteína vegetal. También hay evidencia de que tiene familias de nutrientes poco estudiados —como los flavonoides y taninos— y varios alcaloides. Este conjunto de diversos contenidos de alcaloides y nutrientes quizás podrían explicar el “efecto séquito” (la sinergia entre o la manera como funcionan juntos los diferentes compuestos de la planta para producir una amplia variedad de acciones sobre el cuerpo), que sería en parte responsable de su muchos potenciales terapéuticos, nutricionales y agrícolas y también de que el consumo de hoja de coca tradicional no resulte en los altos picos y rápidas caídas de alcaloides en el organismo característicos del consumo de cocaínas aisladas.
Lo que sabemos de la hoja de coca por experiencia empírica es que, sobre todo al mambearla, da una sensación de bienestar, alerta y energía física y mental que dura lo que dura la mambeada y se desvanece pronto después, aunque sus beneficios intangibles se van entendiendo a lo largo de la vida. Su efecto físico es una sensación sutil pero notable, especialmente en las grandes alturas sobre el nivel del mar y en la actividad física de largo aliento. A este impulso de energía lo acompañan una supresión temporal y leve de sensaciones de necesidad —como el hambre, la sed y el frío— y una mejora del ánimo. De ahí el interés en la investigación sobre la coca y sus posibles usos en el tratamiento de enfermedades como la ansiedad y la depresión, entre otras.
La cocaína natural presente en la hoja de la planta no genera ni dependencia ni cuadros de abstinencia. Consumirla puede desarrollar, si mucho, un hábito como tomar té o café, aunque quizás esta sea más eficaz como estimulante. El efecto de su consumo en forma de mambe, como hayo, como hojas puestas en el carrillo, en infusiones o alimentos no evidencia ningún tipo de daño ni produce adicción según la literatura tanto médica como antropológica disponible.
Desde los estudios en 1975 de Tim Plowman y Andy Weil, la evidencia científica señala que la coca es muy útil en dietas que no incluyen productos lácteos, importantísimo cuando el mundo debate bajar el consumo de los mismos por motivos de salud y ambientales. Con mascar 60 gramos de coca al día se satisfacen los requerimientos nutricionales diarios de calcio. Según los autores, ninguna otra planta se acerca a los contenidos de calcio de la coca y esta tiene además enzimas que ayudan a digerir los carbohidratos en lugares de gran altura sobre el nivel del mar. De ahí, de su capacidad para estabilizar la glucosa en la sangre y suprimir temporalmente el apetito, y facilitar las largas caminatas y sesiones de pensamiento de comunidades indígenas y campesinas sin ingesta activa de alimentos, surge el interés por entender la coca como alimento, como supresor del hambre y beneficiosa para el control de peso, un uso de creciente importancia cuando la obesidad afecta ya a casi 1 de cada 4 habitantes de América Latina según la FAO.
Sin embargo, hablar de la hoja de coca como una sola resulta difícil. A las cuatro variedades domesticadas e identificadas botánicamente (E. coca, E. coca variedad ipadu, E. novogratanse, E. novogranatense variedad truxillense) se le suman más de 250 especies distribuidas en los trópicos y subtrópicos de América, Asia, África y Australia. Casi 30 de estas contienen cocaína. Muchas son variedades silvestres que solo pueden ser identificadas por las comunidades que las reconocen; sus diferencias con las cocas identificadas son invisibles a los ojos occidentalizados. Ya diría Richard Shultes a través de Wade Davis en El Río que la clasificación indígena sobrepasa la clasificación de la ciencia y representa un enigma botánico. Es un modo de conocimiento y de ver el mundo que refleja “una nueva visión de la vida misma, una manera profundamente diferente de vivir en la selva” (One River, 1996, 2014 Edition, p. 219). Identificar una planta incluye distinguir la visión cosmogónica y metafísica, el legado chamánico, su linaje familiar, las diferencias en sus efectos medicinales y muchas más características sólo conocidas a través de las enseñanzas pasadas de generación en generación. Por eso la importancia de reconocer y respetar el saber indígena no solo como otra forma de conocimiento, sino como tierra fértil en la creación de nuevos (viejos) paradigmas de relaciones no mercantilistas con las plantas.
Las preguntas de fondo
¿El proceso de reglamentación de la planta y sus derivados terminará excluyendo a estas comunidades, entregando su modo de vida más fiable a grandes empresas de corte farmacéutico? ¿Cómo se garantizarán derechos culturales de los pueblos indígenas sobre la coca, su planta maestra y sagrada, por cuyo reconocimiento jurídico llevan décadas luchando? ¿Tendrán cabida los intereses de otras comunidades para las que quizás la coca no es una planta sagrada, pero sí un patrimonio cultural, una mercancía esencial y también, a futuro, una oportunidad económica lícita? Estas preguntas también se están planteando en los mundos de los psicodélicos y el cannabis, donde el camino hacia la regulación ha resultado en modelos de negocio basados en patentes y licencias que excluyen a comunidades indígenas y campesinas. Hay preocupaciones de que los modelos regulatorios emergentes estén permitiéndoles a las empresas occidentales apropiarse y lucrarse de tradiciones aún amenazadas y por cuya preservación tantos esfuerzos se han hecho. Son pocos los ejemplos de empresas emergentes que estén haciendo el reconocimiento debido, y menos un aporte real, al patrimonio indígena, sobre todo en condiciones que verdaderamente honre la autonomía de los pueblos.
La experiencia con la reglamentación del cannabis medicinal y de otras plantas sagradas como el tabaco —tanto en Colombia como el resto del mundo— muestra que regular una sustancia prohibida trae consigo el riesgo de repetir modelos económicos excluyentes que son una causa clave del “problema de las drogas”. Hoy en día las exigencias multimillonarias de la industria del consumo para cumplir con requisitos fitosanitarios, de estudios clínicos complejos e infraestructura de control hacen casi imposible la participación de los cultivadores históricos en industrias de corte farmacéutico o alimenticio. Estos modelos de comercio extractivos y mercantilistas también se repiten en la agroindustria y no son un problema exclusivo de las plantas sagradas.
En el caso de la coca, el riesgo de repetir esta situación merece tanto o más cuidado, lo cual justifica que el proyecto de ley en curso esté lleno de propuestas para evitar esto. No es para menos. Hablar de coca en Colombia es hablar de 125 a 170 mil familias cocaleras entre las más pobres del país.
Dora Troyano, instructora del Centro Agropecuario del SENA Cauca y miembro de la Fundación Tierra de Paz, quien junto con la comunidad del corregimiento de Lerma —al suroccidente del país— lidera un trabajo de investigación científica en torno a la transformación de la hoja de coca en productos de uso agrícola y gastronómico es clara y pregunta: “Pero ¿y quiénes son los cocaleros en Colombia?” Pensar un proyecto de ley requiere empezar por reconocer y entender las múltiples realidades de la coca, las diferentes relaciones con la planta, incluida como parte de la cadena del narcotráfico. Esta caracterización es aún un ejercicio pendiente, pero indispensable en el proceso de legislación, que sin duda alguna pondrá sobre la mesa propuestas más descentralizadas que hagan eco a las múltiples voces campesinas, indígenas y cocaleras que conviven en el país.
Para empezar, hay una distinción simple: aquellos cocaleros que producen coca bajo la lógica mercantil de la cadena del narcotráfico; productores y sabedores de coca milenaria, y campesinos que han convivido con la coca como con muchos otros cultivos que hacen parte de una mezcla de cultivos de pancoger e ingresos que sustentan un mínimo vivible. Para muchos de ellos, cultivar coca ha sido un pacto faustiano. Los ha expuesto a actores armados que se nutren de las rentas ilícitas asociadas sobre todo al eslabón de comercialización de cocaína, pero también la coca ha sido uno de los pocos medios que les ha permitido sobrevivir económicamente. Crear una industria legal podría ayudar a pacificar sus territorios, pero, si se aplica el modelo farmacéutico convencional, también podría arrebatarles su modo de vida más fiable e impulsarlas más hondo a la pobreza.
La coca y los nuevos modelos de economía
El desafío de regular la coca y sus derivados va bastante más allá que preservar las precarias fuentes de ingreso actuales de poblaciones excluidas. La idea de bienestar que acompaña a la coca trasciende una mirada reduccionista centrada sólo en sus alcaloides y contenidos químicos. La coca es un componente esencial de un sistema de valores que muchas comunidades llaman ‘buen vivir’. En los círculos de palabra con coca se construye “una palabra dulce”: la narrativa social que es la base misma de la confianza en la comunidad, entendida como un colectivo que incluye seres humanos, el ecosistema observable y las fuerzas invisibles que nos rigen. Si el lenguaje complejo y la capacidad de contar historias nos hacen humanos, la coca y el mambeo nos ofrecen herramientas para gestionar nuestra humanidad de cara al mundo. En un momento de búsqueda cada vez más urgente de modelos de desarrollo sostenible, economías circulares y procesos regenerativos, la cultura de la coca tiene pistas para los tipos de economía y sociedad que necesitamos.
Debemos reconocer el valor económico actual y potencial de la coca, sí, pero también el cultural, medicinal, nutricional y agrícola; sobre todo, para los pueblos indígenas. Este reconocimiento debe ser un principio rector de la negociación de una política de regulación no sólo porque es más sensato que estas comunidades y aquellas que han sido más afectadas por el narcotráfico sean las más beneficiadas, sino porque su visión y entendimiento del mundo es un paradigma que nos empuja a pensar otros modelos para un mundo occidental agotado en las ideas de un capitalismo extractivo. Ya decía Wade Davis que “la gran lección de la antropología es que toda cultura tiene algo que decir y debe ser escuchada. La gran maldición de la humanidad ha sido la ‘miopía cultural’. Las diferentes voces de la humanidad están ahí para inspirarnos de muchas maneras”. En el caso de la coca, acudir a quienes han mantenido una relación benéfica con la planta y construido un entendimiento de la misma por lo menos durante 8000 años resulta no sólo innovador para la sociedad moderna sino consecuente.
Para Aimema, ese es el deseo. En la Ley de Origen de la coca en su comunidad, la coca es sagrada y medicinal, no solo legal. Es en el contexto del hombre moderno “desarrollado” donde se dice que la coca es ilegal; en este mundo su gente ha perdido libertad frente a su medicina. “Si el hombre blanco entendiera nuestro principio y Ley de Origen y regularan la coca, sería una gran fuerza”, dice. ”Se tendría la libertad de poder hablar y acercar a más personas a las enseñanzas de la medicina, de cómo utilizar la planta y cómo direccionarla, cómo es el manejo, cómo se siembra, cómo se cuida, cómo se mambea”. Por eso, Aimema sueña con que una vez se legalice la planta a nivel mundial se creen más casas ceremoniales, lugares donde se aprenda el uso de las plantas medicinales, en especial la coca. “Para tocar los temas de la coca se necesitan esos espacios, crear círculos de palabra. Ese es el gran anhelo, hacer conocer a diferentes instituciones y gobiernos la otra realidad, el verdadero origen de la coca”, explica. La posibilidad de la regulación de la coca le produce confianza en la palabra que antiguamente fue dada a ellos por sus ancestros: “en algún momento la humanidad llegará a entender esto (la coca), cuando se siente a escuchar consejo, en la casa ceremonial, que es una casa cósmica”, dice. Por eso recomienda “tener el pasado presente”, entender que “el pasado no está lejos, está cerca, está vivo. Y quizá teniendo de cerca el pasado podemos encontrar el equilibrio, pensar bonito, hablar bonito” y así crear una nueva realidad.
La humanidad ha utilizado estimulantes milenariamente y su uso no parece desacelerarse. La idea de que se va a desistir de ellos es contrafactual e ingenua. Su consumo se torna problemático es cuando hay una especie de dislocación que rompe los lazos colectivos. ¿Podrá el proyecto de ley de regulación no solo proteger el legado vivo indígena, sino también potencializar la construcción de un nuevo tipo de sociedad inspirado en las culturas de la coca y su énfasis en lo colectivo? ¿Una sociedad donde la vida buena sea gestionar el ecosistema con inteligencia y humildad, superar el falso y efímero protagonismo de nuestra especie, y encontrar formas de organizarnos para que sea posible seguir contando nuestra historia en este planeta?
Es un desafío gigante, pero de ese tamaño suelen ser los desafíos que plantea la coca.
Escucha las palabras de Aimema aquí y conoce su obra por acá.
Portada de Trey Brasher
“Una versión adaptada de este texto fue publicada originalmente en VICE en Español. Hace parte del especial editorial Planta, Latinoamérica desde la raíz.